por Pablo Hernández Ramos
San Petersburgo, con sus poco más de 300 años de historia, centro fundamental de las relaciones culturales y económicas entre Rusia y Europa, antigua capital imperial y residencia oficial de los zares con su soberbio Palacio de Invierno, es el escenario de cinco relatos de Nikolái Gógol (1809-1852) que en su día significaron la consagración del autor, ya por entonces tenido en cuenta en las élites literarias desde la publicación en 1835 de su novela Tarás Bulba. Cinco relatos (La avenida Nevski, El retrato, Diario de un loco, La nariz y El abrigo) que son cinco aristas del mismo poliedro, cinco escenarios literarios tratados de diferente manera pero con un mismo núcleo, un mismo tuétano que es el estilo proto-esperpéntico de Gógol –y además, a la rusa–, una forma de narrar que puede emparentarse de igual manera con la narrativa fantástica cultivada por E.T.A. Hoffmann y el estilo diabólico y preciso de Poe. Dando una doble pirueta podríamos ver incluso a Gógol y sus Historias de San Petersburgo entre las páginas de alguno de los autores del realismo mágico latinoamericano.
Pero si nos centramos en el material en bruto, en los cinco relatos petersburgueses, observaremos además un testimonio apegado a la realidad del momento, a lo que significó el imperio de los zares y más en concreto su vertiente burocrática. No está de más recordar que algunos críticos de la época, y también posteriores, han ubicado a Nikolái Gógol en un lugar preponderante del realismo ruso. Gógol estuvo empleado en la Administración Civil rusa entre 1828, cuando llega a la capital, y 1836, cuando la abandona para dedicarse a viajar por Alemania e Italia, con la intención de poner en orden unas inquietudes y unas preocupaciones que ya estaban empezando a minar una personalidad hipocondriaca. Sus años de juventud, pues, los pasó dedicados al servicio público en San Petersburgo, y en un Imperio tan vasto como el de los zares del XIX, trabajar en oficinas y despachos ofrecía a espíritus como el de Gógol la posibilidad de observar desde un puesto de privilegio los modos y maneras de comportamiento de toda una sociedad, de todo un país, de toda una concepción de la realidad por parte de un colectivo construido en torno a la noción del “tipo ruso”.
Construyendo al ruso
Sirva de ejemplo El retrato, la narración que por cierto más trae a la memoria las técnicas de Edgar Allan Poe. En esta narración, Gógol nos ofrece algunos análisis particulares asimilables al “tipo ruso”: “echarlo todo por alto y entregarse a la bebida, y ello por puro mal humor y aburrimiento”, es para nuestro autor uno de los rasgos distintivos de los habitantes del Imperio. O también, acordándose de la nobleza cuasi-medieval: “Los barbudos hidalgos rusos, a pesar de que en sus barbas persista aún el olor de la sopa de col, de ninguna manera querrían ver a sus hijas casadas con alguien que no fuera general o, por lo menos, coronel”.
Esta clase de píldoras descriptivas salpican los relatos de Gógol, amigo y protegido de Aleksandr Pushkin, quien moriría en 1837 batiéndose en duelo (aunque todavía hoy hay quien mantiene que fue un asesinato encubierto). La muerte de Pushkin hundiría a Gógol en una depresión de la que nunca se recuperó por completo, y que afectaría en cierta medida a la escritura de estos relatos, que cubre el periodo 1835-1842.
Centrándonos de nuevo en El retrato, el narrador toma una postura de superioridad respecto a sus personajes, él los domina y nos hace ver sus pliegues más oscuros. Esta historia trata también sobre la existencia o no de una frontera nítida entre la realidad y la ficción, pregunta hábilmente trasladada en el relato a los asuntos de un pintor, un creador al cabo, que sufre al intentar descifrar si las creaciones tienen efectivamente un poder transformador en la vida que llamamos real. Gógol se anticipa así en cierto modo a los debates que tendrían lugar al respecto durante décadas venideras del siglo XIX.
El retrato es también, en la primera de las dos partes en que se divide, una metáfora perfecta del artista “puro” que se olvida del ideal al que aspiraba, el artista que se acaba vendiendo por dinero. Habla de un pintor, pero es aplicable al músico, al escritor, al escultor. El artista vivo, el que busca la verdadera originalidad, que no es sino añadir una gota de la personalidad propia al mar de lo aprendido y heredado, ese artista desaparece –ciego de fama y dinero– y se convierte en un artista de moda: un cualquiera (eso sí, con algo de verdadero talento) que se pierde por caer en la monotonía de apostar por lo seguro, “ante lo cual se mancilla el arte y se marchita la imaginación”. En esta primera parte de El retrato no hay sitio únicamente para la crítica al propio gremio artístico, sino también para un sector social en estrecha relación con él, el de los vendedores de arte (de nuevo, a la rusa): “Ese empalagoso servilismo que caracteriza al comerciante ruso en su elemento natural, cuando en su tienda aguarda al cliente”. Un ejemplo que del particular ruso podemos elevar al universal, dicho sea de paso. En la segunda parte de El retrato, más breve pero de igual intensidad, es donde más se deja ver al maestro Poe, coetáneo del maestro Gógol. Esta narración se enmarca plenamente en esa tradición de misterio, intriga, presencias diabólicas y divinas entremezcladas, aludiendo directamente a la lucha entre los absolutos del Bien y del Mal.
Verdad, o no
En La avenida Nevski, Gógol trata también la cuestión del límite y las relaciones entre realidad y ficción. El autor presenta la fabulosa Nevski, la principal vía de San Petersburgo, como un paraíso en la tierra, una fruta de vida y felicidad de la que disfrutan todos los petersburgueses que tienen el gusto de pasear por ella. Sin embargo, frente al aparente espectáculo de Nevski, del que pronto descubrimos su impostura, se esconde la cara burocrática y monótona de la capital imperial. En este punto aborda el autor un tema interesante, el carácter del artista petersburgués: teñido de realismo y a la vez con un punto melancólico, Gógol se admira de que exista “¡un artista en el país de los finlandeses, donde todo es húmedo, llano, monótono, pálido, gris, neblinoso! […] Todo lo que pintan tiene un matiz grisáceo, sucio, la imborrable impresión del norte”.
De nuevo a través de los ojos del artista, de un miembro de número de la realidad que además se arroga el poder de representarla desde dentro y desde fuera, encara, jugando también con los sueños, la pregunta de ¿qué es verdad y qué es mentira en la narración? Si es que algo puede ser etiquetado como tal, claro está. El clásico juego entre ficción y realidad, entre vida y novela. Si en El retrato leíamos a Poe junto a Gógol, esta Avenida Nevski nos trae de la mano a Hoffmann y sus fantasmagorías.
También entra en juego la droga, el eterno recurso del desamparado, del poeta, del genio y del que es las tres cosas a la vez. Un recurso de la realidad que nos lleva a otra que está más allá pero que es igual de verdadera, un recurso en este caso de ficción que el autor obliga a emplear a su personaje, quien fumará opio para conseguir en sueños lo que la realidad le niega. La avenida Nevski es un cuento que nos dice que todo es verdad y mentira, que “todo rezuma engaño”.
Y en esta colección de artistas ambiciosos y deprimidos, de egos deseosos de salir de su mundo, de personajes autodestructivos con un punto de bondad original, no falta la figura del loco. Un loco, además, retratado en primera persona a través de su diario. En Diario de un loco vamos a acceder directamente a la realidad a través de la mirada del demente. Gógol no va a recurrir a la tercera persona para contarnos nada, como hace en las demás Historias, sino que nos va a proporcionar de primera mano las impresiones de un, teóricamente, enfermo mental. Y escribo “teóricamente” porque, ¿qué es un loco sino una persona a la que se le han borrado –que ha visto borradas– las fronteras entre realidad y ficción?
El Diario de un loco es la crítica más profunda que encontramos en las Historias hacia ese funcionariado presuntuoso e ineficiente que conformaba el aparato burocrático del Imperio zarista. Pese a que en los cinco relatos hay referencias y protagonistas pertenecientes al gremio de los funcionarios, es en este donde la sátira muerde más fuerte. Se critica la profunda diferencia entre clases sociales, las aspiraciones frustradas de los miembros de una sociedad hostil y a veces hipócrita. La técnica del diario a veces confunde deliberadamente al lector, lo que hace que este tenga que ser generoso con Gógol para que a su vez el autor pueda recompensarle en forma de un relato de genio. Hay gotas de narrativa deconstruida en esa confusión voluntariamente aceptada por el lector, confusión que Gógol introduce con descaro.
Gógol dentro de su propia obra
Vemos cómo la experiencia vital de Gógol es inseparable de su obra. Salen a la palestra en sus relatos varios arquetipos: el ruso, el artista, el funcionario, papeles que Gógol tuvo que interpretar en diferentes momentos de su vida. Cabe recordar en este punto que su procedencia no es rusa “pura”, sino que nació en la parte oriental de lo que hoy es Ucrania. No obstante esto, y pese a que sus primeras obras estaban ambientadas en su patria natal, siempre utilizó el ruso para escribir, convirtiéndose en uno de los popes de la literatura rusa moderna y en uno de los maestros más admirados, junto a su amigo y mentor Pushkin, de los grandes nombres rusos de siempre: Tolstói, Dostoievski y Turgénev, entre otros.
Por cierto que al principio hemos mencionado Tarás Bulba, una de las obras cumbre de Gógol, publicada en 1835 y que sirvió al autor para darse a conocer al gran público. Hay que resaltar que los ambientes retratados en Tarás Bulba no tienen nada que ver con lo que el autor nos mostraría en sus Historias de San Petersburgo, que están escritas precisamente en el periodo posterior a su estancia en la ciudad. Esto revela que el proceso por el que pasaba Gógol para construir sus relatos era de carácter ovíparo, diciéndolo con Unamuno. Siguiendo la cronología, hemos visto que las Historias de San Petersburgo cubren el periodo 1835-1842, y Gógol estaría viajando por Europa entre el 36 y el 48. Es mientras vive fuera de la capital cuando el autor desgrana sus recuerdos y conforma junto a ellos sus magníficos relatos. Son, pues, las Historias, el nexo de unión, la bisagra entre las dos grandes obras de Gógol: Tarás Bulba (1835) y Almas muertas (1842), su poema épico de ecos quijotescos.
Y llegamos así al relato más absurdo de las cinco Historias, el titulado La nariz, en el que Gógol de despreocupa totalmente de disimular su voluntad de enredo al dar vida a una nariz, a la cual se atreve a convertir incluso en consejero de Estado. El absurdo en estado puro, que nos lleva a reflexionar sobre el conflicto entre las diferentes identidades humanas que conviven, casi nunca en paz, dentro de una misma persona. La nariz comienza llevándonos junto a Ivan Yakovlevich, quien “como todo honrado trabajador ruso, era un borrachín de marca mayor”, pero enseguida nos coloca al lado del comandante (¿o asesor colegiado?) Platón Kovalyov. Es Kovalyov una representación ejemplar del funcionario ruso tipo. Refinado hasta el extremo, siempre galante con las mujeres, nunca yendo más allá de lo requerido en su trabajo, aunque con la eterna aspiración de un ascenso de categoría. Pero su refinamiento y elegancia van a sufrir a partir del día en que se despierte sin nariz. Puede ser una pirueta, pero quién sabe si Kafka se inspiraría en este relato para su obra más famosa. Todos sabemos que un funcionario no puede vivir sin nariz, igual que Gregor Samsa no puede salir de su habitación tras la vicisitud sufrida. Hasta ahí llegan los parecidos entre ambos relatos, pero la lectura de La nariz bien pudo ser punto de partida para que Kafka incubase La transformación. En fin, en La nariz encontramos un giro hacia el absurdo que no está presente, al menos en tan alto grado, en el resto de Historias.
“Todos venimos de El abrigo”
El relato que cierra las Historias es el titulado El abrigo. Relato de suma importancia en el desarrollo de la literatura rusa moderna si nos atenemos a las palabras de Ivan Turgénev: “Todos venimos de El abrigo”. En este relato, la concepción casi esperpéntica de la realidad evoluciona hacia un juicio de carácter más irónico, salpicado en algunos momentos de benevolencia y compasión hacia un personaje que es una versión más del funcionario ruso, una vuelta de tuerca a lo que Gógol nos ha mostrado hasta ahora. Akaki Akakievich no responde a los cánones del funcionario que conocemos, o que Gógol ha tenido a bien mostrarnos, sino que encarna más bien al ciudadano de a pie que, pese a no tener ambiciones y disfrutar de una vida sencilla, se ve mortificado por sus compañeros burócratas debido a su carácter pusilánime.
El final de Akakievich va a ser parecido al del resto de protagonistas, pues morirá enfermo y desamparado y, sin embargo, la escasa gloria que vivió en el mundo mientras duró su paso por él va a ser compensada en la vida eterna, aunque de forma bufa y apócrifa. La desgracia original e inevitable de la vida humana se muestra entonces en todo su esplendor. Gógol nos habla en El abrigo de tú a tú, entabla una conversación con el lector sin tratar de componer un cuadro literario perfecto, o al menos tratando de disimular su habilidad. El autor se contenta con contarnos su historia, pese a que en ocasiones esto venga acompañado, efectivamente, de un cuadro literario perfecto, como es el caso de El abrigo.
El recurso a lo fantástico es continuado en las Historias de San Petersburgo, y lo fantástico, como bien sabemos, comporta muchos riesgos, pero si se sabe manejar correctamente –como sabe Gógol– puede construir obras maestras. Las Historias de San Petersburgo merecen un lugar como obras mayores en la producción gogoliana, aupadas como nexo de unión entre las dos indiscutibles, Tarás Bulba y Almas muertas. Hay que recordar nuevamente que la evolución de Gógol estuvo trágicamente dominada por la muerte (¿asesinato?) de Pushkin en 1837. Gógol se vio muy afectado por la desaparición de su amigo, y progresivamente su salud mental se fue degradando hasta convertirse en un hipocondriaco incurable. En sus últimos años de vida, Gógol evolucionaría hacia una ideología reaccionaria, hacia la ortodoxia religiosa, la reivindicación de una estricta moralidad pública y privada y una defensa cerrada del zarismo represor. Incluso escribiría una segunda parte de Almas muertas, de carácter muy diferente a la primera y que por desgracia no se conserva en su totalidad, ya que en uno de los accesos de locura habituales en los meses anteriores a su muerte Gógol quemó buena parte del manuscrito. Su final fue digno de algunos de sus personajes, que nos enseñaron un mundo de falsas apariencias, de fantasmagorías y de aspiraciones banales que desvían irremediablemente al hombre del ideal humanista y lo convierten en una caricatura siniestra de lo que puede llegar a ser.
Referencias bibliográficas
Gógol, Nikolái. Historias de San Petersburgo. Alianza, Madrid, 2006. Traducción y nota preliminar de Juan López-Morillas.
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